lunes, 26 de mayo de 2025

Navegando el cambio: reflexiones sobre la alineación de la cultura organizativa con la evolución social

Vivimos tiempos líquidos. El cambio se ha vuelto continuo, el futuro impredecible y el presente, apenas abarcable. En este contexto de transformación profunda, la cultura organizativa —aquello que da forma a la vida interna de una organización— se enfrenta a un reto crucial: revisarse, alinearse y evolucionar al ritmo de la sociedad que la sostiene y de las personas que la habitan.

De VUCA a BANI: otra forma de nombrar la incertidumbre

Durante los últimos años, el entorno se ha descrito bajo el acrónimo VUCA: volátil, incierto, complejo y ambiguo. Un marco útil para entender la inestabilidad del mundo posterior a la Guerra Fría. Sin embargo, el presente impone una mirada diferente. Hoy hablamos de un mundo BANI: frágil (brittle), ansioso, no lineal e incomprensible.

Esta transición semántica no es menor. Supone pasar de una incertidumbre gestionable a una realidad que escapa a toda lógica esperada, en la que las respuestas lineales dejan de funcionar. BANI no apela a la fortaleza estratégica, sino a la flexibilidad emocional, la comprensión profunda y la apertura a nuevas formas de sentido para personas y organizaciones.

 Más allá de la resiliencia: construir culturas antifrágiles

En el imaginario organizativo, la resiliencia se erigió durante años como el ideal a alcanzar: resistir, sobreponerse, recuperar la forma. Pero el tiempo actual demanda una virtud aún mayor: la antifragilidad. Es decir, la capacidad no solo de resistir el cambio, sino de crecer y transformarse con él.

Según Nassim Nicholas Taleb, una cultura organizativa antifrágil es aquella que, al entrar en contacto con lo inesperado, se enriquece. No solo protege sus estructuras internas, sino que modifica sus supuestos. Abandona el control como mecanismo de estabilidad para abrazar la confianza como motor de adaptación. Sustituye la vigilancia por el compromiso y el cumplimiento por el sentido.

Como señala Linda Gratton, “en un entorno incierto, las organizaciones que sobreviven no son las más estructuradas, sino las más adaptativas: aquellas que aprenden rápidamente, movilizan la energía de las personas y redefinen sus prioridades sin perder su propósito”. Esta mirada refuerza la necesidad de abandonar la rigidez para cultivar entornos donde el cambio no se tolere, sino que se aproveche.

La antifragilidad ya no es una cualidad técnica, sino una orientación cultural que se construye día a día en las conversaciones, las decisiones y los vínculos. Supone confiar en que las personas no son un problema que hay que gestionar, sino una fuente inagotable de renovación si se las escucha, se las implica y se les reconoce el valor de su tiempo y su presencia.

Tecnología y humanismo: el giro pendiente

Los avances tecnológicos —especialmente la robotización y la inteligencia artificial— están transformando el trabajo de manera irreversible. Pero, en paralelo, provocan un efecto paradójico: revalorizan lo humano.Cuanto más eficientes son las máquinas, más se vuelve indispensable aquello que no pueden replicar: la creatividad, la sensibilidad, el juicio ético, la conversación profunda.

Sin embargo, muchas organizaciones aún funcionan con una lógica mecanicista: personas como engranajes, procesos como cadenas, decisiones como algoritmos. El salto pendiente es cultural: de la concepción de máquina a la de órgano. Es decir, de sistemas que obedecen a sistemas que se autorregulan, se nutren y se desarrollan desde dentro.

Como advierte Yuval Noah Harari en el último capítulo de 21 lecciones para el siglo XXI, titulado “Meditación”,el mayor reto de nuestro tiempo no es tecnológico, sino interior:

“Cuando las redes sociales, la inteligencia artificial y los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos, lo más urgente ya no es acumular datos sino profundizar en la conciencia.”

“La mayoría de las personas apenas se conocen. Cuando tratan de hacer contacto con su mundo interior, encuentran un campo de batalla.”

Harari propone reconquistar la atención y desarrollar la capacidad de observar lo que ocurre en nuestro interior sin ser arrastrados por ello. 

Aplicado al ámbito organizativo, este mensaje es claro: la tecnología debe ir acompañada de una cultura que cultive la atención, la conexión profunda y el sentido

La tensión entre individualidad y proyecto colectivo

Una de las transformaciones sociales más profundas es la nueva relación entre el individuo y el proyecto común. Ya no sirve que el compromiso sea exigido desde fuera. Nos guste o no, el mundo de hoy genera una convicción que resuena con fuerza:

“Si el proyecto colectivo no permite que mi individualidad se despliegue al máximo, no creo en él.”

Esta afirmación no responde necesariamente al egoísmo, sino a una nueva ética del trabajo. Las personas no están dispuestas a ofrecer su tiempo, su creatividad ni su energía vital a proyectos que no reconozcan su singularidad. Y, en paralelo, exigen que el trabajo tenga sentido para uno mismo y para los otros. Que esté vivo. Que importe.

Ahora bien, este legítimo deseo de realización personal solo puede sostenerse en entornos donde exista un sentido de “comunidad”: un tejido de relaciones basado en la confianza, el reconocimiento y el propósito compartido. Frente a la incertidumbre, la comunidad se convierte en un espacio protector y regenerador. Una estructura viva que da contención emocional y sentido colectivo al esfuerzo individual.

Pero la comunidad no se construye únicamente desde la afirmación de los derechos personales. Como advirtió Simone Weil, “lo más preocupante de nuestro tiempo es que las personas se creen con más derechos que obligaciones.” Cuando este desequilibrio se instala, el vínculo se degrada, y lo común se convierte en un campo de demandas sin compromiso.

Construir comunidad exige también asumir obligaciones compartidas: cuidar el proyecto, sostener a los demás, implicarse en la mejora del entorno común. Es precisamente esa reciprocidad —entre dar y recibir, entre expresarse y pertenecer— la que da fuerza al proyecto colectivo y lo hace digno del compromiso individual.

Una organización viva no es solo un espacio donde cada cual se realiza, sino un lugar donde esa realización individual encuentra eco, resonancia y utilidad para los demás. Y esa es, quizá, la forma más profunda de sentido: sentirse parte de algo que también se beneficia de lo que uno o una es.

El tiempo como dimensión política y cultural

En el centro de muchas tensiones laborales contemporáneas se encuentra la vivencia del tiempo. No se trata de una cuestión de productividad o de eficiencia, sino de algo más profundo: de cómo sentimos, habitamos y defendemos nuestro tiempo en un entorno que lo fragmenta, lo acelera y lo coloniza.

Podemos identificar tres narrativas que expresan esta experiencia compartida:

1.     “No tengo tiempo”: Vivimos aceleradamente, caminamos deprisa, hablamos rápido, resolvemos pendientes que se renuevan al instante. La urgencia se impone sobre el significado. El tiempo, como advierte Pascal Chabot, se ha convertido en una cinta de correr que no se detiene, y que obliga a todos a moverse aunque no sepan ya hacia dónde.

2.     “Mi tiempo no me pertenece”: Está gobernado por agendas externas, sistemas de notificaciones, exigencias cruzadas. La lógica de ocupación continua impide la pausa y la reflexión. Como describe Byung-Chul Han en El aroma del tiempo, hemos perdido la capacidad de demorarnos, de dejar que las cosas maduren, de experimentar un tiempo pleno y no simplemente lleno. La aceleración vacía de contenido la experiencia temporal.

3.     “Mi tiempo solo lo cedo si se me retribuye”: El tiempo se ha convertido en moneda de cambio. Pero la transacción es desigual, porque —como recuerda Pedro Bravo en Exceso de equipaje el tiempo ya no es oro: es vida. Y cambiar vida por dinero es, en muchos casos, un intercambio que deja una sensación de pérdida.

El mensaje es claro: “El tiempo que empleo tiene valor. Si no puede ser del todo retribuido, al menos ha de tener sentido para mí.” Marina Garcés lo resumía así: “Tiempo es poder.” No porque se ejerza sobre los demás, sino porque recuperar el propio tiempo es recuperar la soberanía sobre la propia vida.

Como apunta Diego Sztulwark, en el capitalismo contemporáneo el tiempo ya no se roba por la fuerza, sino que se absorbe a través del consentimiento y la interiorización de lógicas productivas. De ahí que las formas de resistencia ya no adopten la forma de protesta visible, sino de ausencia interior, de no implicarse, de limitarse a cumplir con lo mínimo

En definitiva, el tiempo no es un recurso neutral. Es una dimensión profundamente política y cultural. La forma en que una organización se relaciona con el tiempo de las personas revela su comprensión del valor humano

Y quizás nadie lo expresó con tanta delicadeza como Michael Ende en Momo. En esta fábula profunda y aparentemente infantil, los hombres grises —ladrones del tiempo— convencen a las personas de que deben ahorrar minutos, trabajar más, hacer rendir cada segundo. Pero cuanto más tiempo “ahorran”, menos tienen. Solo Momo, una niña que sabe escuchar de verdad, logra resistir: no porque luche frontalmente, sino porque cuida el tiempo de los otros con presencia, silencio y atención.

Como nos recuerda Ende, el tiempo no se acumula ni se compra: solo se vive cuando se comparte con sentido: “El tiempo reside en el corazón” Tal vez ese sea el mayor acto revolucionario de nuestro tiempo: recuperar el valor de estar plenamente en lo que hacemos y con quienes lo hacemos.

Comprender lo que ocurre: revisar creencias, repensar relatos

Pero, buena parte de las organizaciones no terminan de captar la profundidad del cambio porque siguen mirando con lentes antiguas. Hay creencias no cuestionadas, modelos mentales obsoletos, narrativas oficiales que no conectan con la experiencia real de las personas. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras.

Como plantea Simon Sinek, las personas no se implican realmente por lo que hacen, sino por el propósito que les mueve a hacerlo. Esta idea, nos obliga a revisar nuestros relatos institucionales: ¿estamos comunicando un propósito claro, inspirador, auténtico? ¿O simplemente estamos describiendo funciones, procedimientos y planes operativos?

Cuando falta el por qué, la cultura se vacía, el compromiso se desvanece y la adhesión se vuelve táctica, no emocional. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras. Un relato que no puede ser impuesto desde arriba, sino co-creado, convincente y sentido. Que permita a cada persona verse reflejada y reconocerse como parte activa de algo que la trasciende.

¿Cómo articular el cambio?

Cambiar no es sencillo, pero puede ser más posible si se activan ciertos resortes:

  • Rediseñar el liderazgo: facilitar en lugar de dirigir, inspirar y facilitar en lugar de mandar.
  • Ofrecer autonomía real: trabajar por objetivos no es solo medir resultados, sino habilitar espacios de decisión.
  • Cuidar la adherencia al equipo: no desde la presión, sino desde la pertenencia emocional.
  • Aprovechar las redes internas: generar conversaciones que enciendan nuevas miradas.
  • Fomentar el compromiso: desde la apropiación, la voluntariedad y la autogestión. 
  • Modificar los procesos de acogida: no basta con integrar; hay que ensamblar con sentido.

Pero antes de aplicar estas recetas, conviene hacerse una pregunta de fondo:
¿Hasta qué punto queremos cambiar?

¿Hasta qué punto queremos cambiar?

Toda transformación profunda comienza con una pregunta incómoda: ¿realmente queremos cambiar? No como gesto, no como discurso, sino como convicción encarnada en decisiones, renuncias y riesgos.

Porque cambiar no es solo adoptar nuevas herramientas o revisar procedimientos. Es cuestionar certezas, revisar inercias, renombrar lo que dábamos por hecho. Y eso implica atravesar umbrales de incomodidad, admitir límites, y también reconocer que no todo lo antiguo debe ser descartado: hay raíces que merecen permanecer.

La voluntad de cambio se mide en acciones, pero se origina en una decisión interna. Una decisión que, como organización, hemos de tomar colectivamente, explorando juntos cuánto estamos dispuestos a soltar, a escuchar, a confiar.

¿Cuánto tiempo estamos dispuestos a darnos para que el cambio tenga profundidad y no solo sea un movimiento superficial e inocuo?

La convicción no es un punto de partida perfecto, sino una disposición activa que se fortalece a menudo que se avanza. No es necesario tener todo claro antes de empezar. Lo importante es empezar desde una autenticidad compartida, desde una escucha que no solo atienda lo que decimos, sino lo que sentimos, lo que vivimos y lo que anhelamos como organización.

Porque al final, cambiar no es lo difícil. Lo difícil es querer cambiar de verdad.

La cultura organizativa no es solo el entorno de trabajo. Es, también, el lugar donde muchas personas viven una parte importante de su vida. Que merezca la pena es, sin duda, uno de los sentidos más necesarios para el cambio.

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Esta reflexión es una síntesis de la conferencia ofrecida en Bilbao en 2023 para la Asociación para el Progreso de la Dirección [APD], en la que exploramos cómo alinear la cultura organizativa con los profundos cambios sociales, tecnológicos y humanos de nuestro tiempo.

 

lunes, 5 de mayo de 2025

Tengo una pregunta para ti.


Piensa en una palabra que te guste por lo que significa.

Una que te defina o que exprese algo que te atrae de manera vital.

Puede ser un adjetivo, un sustantivo, puede hacer referencia a un valor... también puede ser un objeto que simbolice algo importante en este momento de tu vida.

Escoge bien.

Tómate tu tiempo. Prioriza: solo puede ser una palabra.

Y si te cuesta, escucha lo que resuena en tu cabeza. Quizás estés descartando algo sin querer, o sin que te des cuenta.

¿Ya la tienes?

¿Qué palabra es?

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Depende de cómo tomes esta pregunta, obtendrás una cosa u otra.

Puedes verla como una tontería, un juego sin mucho recorrido, algo que no merece muchas vueltas. Y entonces, probablemente sueltes lo primero que se te pase por la cabeza. Sin más. Y solo quede en eso.

Pero si te la tomas en serio —si te detienes un momento y la respondes con calma—, si te preguntas por qué eliges esa palabra y no otra, entre qué has tenido que priorizar y por qué te ha costado hacerlo, o qué hay detrás de lo que has descartado…

Entonces, esta pregunta puede abrir algo.

Porque tu forma de elegir dice de ti tanto —o más— que lo que eliges.

A veces eliges lo que sientes de verdad, lo que te sale sin filtro.

Y otras, lo que crees que deberías sentir: lo que encaja mejor con la imagen que das, con la persona que quieres que vean o con la que crees que deberías ser.

Y todo esto habla de ti.

Si eliges lo que sientes, quizá te estés reconociendo tal como estás ahora.

Y si eliges lo que crees que deberías sentir, puede que estés hablando de tus aspiraciones, tus exigencias o de esas ideas que aún tiran de ti por dentro.

Incluso puede que elijas para impresionar.

Y ahí también hay algo que mirar: ¿cuánto te condiciona la mirada de los demás?

Así pues, ¿de dónde viene tu palabra?

¿De tu centro o de tu ideal?

¿De una necesidad real o del relato que te estás contando?

Sea cual sea, obsérvala.

Y aprovecha para aprender un poco más de ti.

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Epílogo: Recientemente hago esta pregunta a personas de mi entorno. El propósito es regalarles un kanji que sirva como adorno y que simbolice el concepto que me han dado como respuesta a la pregunta.

Un ejemplo es el kanji que ilustra este pequeño artículo, que significa “soñar” o “sueño” —en el sentido de visión o ideal—. El kanji es como la poesía: dice mucho en poco espacio. Además, gráficamente, es bonito de ver y viste cualquier rincón.

Pues bien, alguien que respondió a la pregunta días después, me comentó la dificultad que tuvo para hacerlo y, aquella conversación, inspiró este articulito.

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La imagen es mía.

jueves, 17 de abril de 2025

La verticalidad no es el problema



A menudo se señala la verticalidad de las organizaciones como si fuera, por sí sola, un problema, un lastre estructural que obstaculiza el progreso. En contraposición, se idealiza la horizontalidad como la cúspide evolutiva de la organización moderna, un modelo al que deberíamos aspirar con devoción y que, sin embargo, no logramos alcanzar debido al empecinamiento conservador de las formas jerárquicas.

En realidad, solemos hablar de horizontalidad sin saber muy bien de qué hablamos. Cada cual la imagina como un paraíso de colaboración espontánea, respeto mutuo y libertad compartida. Lo curioso es que rara vez nos preguntamos si contamos con las capacidades, la madurez emocional o los valores colectivos necesarios para funcionar eficazmente en un entorno donde realmente todas las personas estén en igualdad de condiciones para decidir, contribuir y sostener el equilibrio común.

Mi experiencia me dice que no. Cada vez que he intentado impulsar equipos o comunidades horizontales, he visto cómo, con mayor o menor disimulo, emergía fractalmente la verticalidad aprendida por cada uno de sus miembros. Como si lo jerárquico fuera más serio, más seguro, más fiable, los más natural. Y cualquier alternativa horizontal se percibiera como un experimento moderno, deseable pero siempre inoportuno, reservado para momentos informales, festivos o marginales. 

Lo cierto es que lo vertical —como lo horizontal— no es bueno ni malo en sí mismo. Todo depende de cómo se aplique, en qué contexto y con qué propósito. Lo mismo ocurre con la acción de mandar frente a la de dirigir: mandar no es algo esencialmente negativo. Es más, hay situaciones donde es imprescindible que alguien tome decisiones rápidas y otros las ejecuten con agilidad. Lo que resulta problemático es mandar por necesidad personal —para sentirse superior, para calmar una inseguridad, para imponer sin argumentos— y no porque la situación lo exija de forma razonada y puntual.

Lo mismo ocurre con la verticalidad. Esta deviene problemática cuando existe para mantener rangos y se erige sobre más estratos de los que en realidad son necesarios, cuando prescinde del conocimiento distribuido a lo largo de toda la organización en sus procesos de decisión; cuando adopta un enfoque paternalista o centralizador; cuando limita o desincentiva la iniciativa individual o colectiva; cuando interpreta las propuestas alternativas como una amenaza; cuando basa las relaciones en mecanismos de premio y castigo; cuando pierde de vista que su razón de ser es aportar valor a cada nivel de la estructura; o cuando busca perpetuar jerarquías y se convierte en una forma de marcar distancias artificiales entre estratos, como si fuera necesario preservar una separación simbólica entre lo "noble" y lo "plebeyo". Es entonces cuando la verticalidad se transforma en un instrumento de exclusión, de ocultamiento y de empobrecimiento colectivo; en una torpeza organizativa; en un atavismo tribal.

Pero la verticalidad, cuando conecta a las personas y amplifica la inteligencia, cuando está orientada a aportar valor, a facilitar y a proveer de recursos, puede ofrecer claridad, eficiencia y compromiso. Es un modelo organizativo probado, tan válido como cualquier otro cuando se ejerce con responsabilidad y con la voluntad de ser útil a la estructura a la que sirve.

Cuando los niveles altos del organigrama comprenden que los vectores de aportación de valor han fluir de arriba hacia abajo y asumen que su papel es sostener, facilitar y cuidar, entonces la verticalidad deja de ser un problema para convertirse en una opción organizativa útil.

La dificultad surge cuando ocurre justo lo contrario: cuando se instala —de forma explícita o implícita— la creencia de que las bases existen para sostener a quienes están arriba. Es ahí donde empieza a gestarse el malestar organizativo, la desconexión emocional, la resistencia pasiva y, en última instancia, la desconfianza. Cuando la verticalidad deja de ser un canal de servicio para convertirse en pedestal, distorsiona los vínculos, empobrece las decisiones y diluye el sentido de pertenencia. Y es entonces cuando deja de ser de ayuda para convertirse en obstáculo.

La verticalidad no está reñida con la horizontalidad. Cuando las circunstancias exigen fluidez, cocreación o espacios de igualdad —propios de las dinámicas horizontales—, una organización vertical puede habilitarlos sin necesidad de renunciar a su forma estructural. Existen mecanismos para ello. En otros artículos he hablado de las placentas organizativas: entornos protegidos y nutrientes, creados dentro de estructuras jerárquicas, que permiten el desarrollo de equipos autogestionados, la colaboración transversal y la inteligencia compartida. Comunidades de práctica, equipos de innovación o equipos motores son ejemplos de estas zonas de excepción funcional, diseñadas para que lo horizontal emerja allí donde hace falta, sin entrar en conflicto con la lógica vertical del conjunto. No se trata de elegir entre un modelo u otro, sino de saber combinarlos con sentido, inteligencia, intención y respeto por las personas que los habitan.

No, la verticalidad no constituye un riesgo por sí sola, ni es la causa directa del acartonamiento estructural ni de la esclerotización funcional que suelen atribuírsele. El problema está en las personas que ocupan posiciones de poder y en los mecanismos que emplean para conservarlo, blindarlo o justificarlo. La rigidez no nace del organigrama, sino de la manera en que se interpreta y se vive. Es la actitud de quien confunde jerarquía con privilegio, liderazgo con control, o responsabilidad con superioridad la que convierte una estructura útil en un corsé que asfixia. Es el miedo a perder influencia, la falta de confianza en el criterio ajeno o la creencia de que todo debe pasar por uno mismo, lo que endurece las relaciones y detiene los flujos naturales de la inteligencia organizativa.

El problema no es la verticalidad en sí, sino cuando esta se convierte en excusa para decidir en solitario, para acumular información, para ocultar vulnerabilidad o para sostener dinámicas de dependencia. Ahí es donde lo vertical deja de ser un lugar de servicio a la colectividad y se transforma en trinchera de individualidades.

viernes, 4 de abril de 2025

Infantilismos


La infancia, como etapa de la vida, es un terreno fértil en emociones intensas, necesidades urgentes y una visión del mundo centrada en el yo. El niño o la niña, en su desarrollo temprano, se sitúa en el centro de su universo. Esta característica no es un defecto: es una fase evolutiva normal que le permite sobrevivir, construir su identidad y reclamar la atención necesaria para crecer. Ese reclamo constante de atención y la necesidad de ocupar el centro del mundo es lo que se ha denominado “tiranía infantil”: una forma legítima de autoafirmación en la infancia, pero profundamente disfuncional si persiste en la vida adulta o en las estructuras colectivas.

Esta tiranía del yo infantil está magistralmente descrita en la extraordinaria obra de Martha Nussbaum, La monarquía del miedo. Nussbaum señala que el miedo es una emoción primaria que nos acompaña desde los primeros días de vida. Es una respuesta profundamente vinculada a la vulnerabilidad y, precisamente por eso, al deseo de control y dominación. El bebé que no entiende el mundo a su alrededor, que no puede nombrar sus amenazas ni elegir sus respuestas, siente miedo. Y el adulto que no ha aprendido a convivir con la complejidad, la incertidumbre o la frustración, también.

Cuando el egocentrismo infantil —necesario en su momento— no se transforma con el tiempo en empatía, cooperación y sentido de comunidad, corre el riesgo de enquistarse y reaparecer en la vida adulta como formas de inmadurez emocional: autoritarismo, narcisismo, intolerancia, dificultad para convivir con la diferencia o incapacidad para reconocer los límites.

Llamo infantilismo a aquellos comportamientos, actitudes o formas de pensar que se consideran propias del período de maduración infantil, pero que se mantienen o aparecen en una persona que, por edad, ya debería haber madurado. El infantilismo no es simplemente una falta de experiencia; es una forma de resistirse al crecimiento, de evitar la incomodidad que supone la madurez.

Este infantilismo se manifiesta en la evitación sistemática de responsabilidades, en la autocontemplación narcisista, en el egocentrismo, en reacciones desproporcionadas cargadas de dramatismo o victimismo, en la búsqueda constante de aprobación externa ante la imposibilidad de validar la propia conducta o en una dependencia emocional excesiva hacia figuras de autoridad, parejas, amigos o grupos, que suple la falta de autonomía afectiva. 

LA SOCIEDAD Y LA CIUDAD INFANTIL

Pero el infantilismo no se limita a lo individual. Así como hay personas infantiles, también existen sociedades y ciudades infantiles.

Una sociedad infantil es aquella que no ha desarrollado una cultura del pensamiento crítico, que se deja arrastrar por el miedo, la desinformación o el rechazo al diferente; que exige soluciones mágicas y no asume su parte de responsabilidad en los problemas que vive. Es una sociedad que idealiza figuras de autoridad que prometen protección a cambio de obediencia y que se aferra al pasado como refugio ante la incertidumbre del presente. Convierte la frustración en resentimiento y la incertidumbre en nostalgia.

Del mismo modo, una ciudad infantil es aquella que reacciona más que planifica, que no cuida de sus habitantes más vulnerables, que prioriza y facilita el placer inmediato del individuo por encima del encuentro diverso colectivo y que margina todo aquello que no encaja en su imagen idealizada de progreso. Son ciudades que no escuchan a sus márgenes, que temen la diversidad, y que reproducen lógicas excluyentes, incluso cuando se presentan como modernas y abiertas, como amables y hospitalarias.

La inmadurez de una ciudad se hace especialmente evidente a través del infantilismo de quienes la gestionan y de quienes la habitan. Se manifiesta en la prevalencia absoluta de los derechos individuales sobre las obligaciones colectivas: mi derecho a ir en coche, mi derecho a hablar, mi derecho a ser escuchado, mi derecho a hacer ruido, mi derecho a que se callen los demás, mi derecho a mi uso privado del espacio público, etc. Derechos en singular, donde se habla usando el “nosotros” pero donde solo hay beneficio individual o de una minoría, sin vínculo, sin reciprocidad, sin conciencia de que convivir implica inevitablemente negociar, renunciar, ceder y sostener.

Incluso muchos comportamientos considerados socialmente abiertos y simpáticos, como colectivizar la fiesta o la alegría personal esperando que todo el mundo se una a ella, tienen algo de infantil. Suponen una proyección ingenua del propio estado de ánimo sobre los demás, como si todos compartieran automáticamente los mismos códigos, ritmos o necesidades. En ese sentido, la contención, la capacidad de poner freno al impulso y considerar el impacto en el otro, es un rasgo de madurez. Lo adulto no es lo impulsivo, sino lo consciente; no es lo que irrumpe, sino lo que se mide; no es lo que exige, sino lo que se ofrece con responsabilidad.

ORGANIZACIONES, EQUIPOS Y PROFESIONALES INFANTILES

Este infantilismo no se detiene en las personas, en las ciudades y en las sociedades. También se filtra, con naturalidad, en el tejido de las organizaciones. Hay organizaciones infantiles, no porque estén formadas por personas jóvenes o inexpertas, sino porque funcionan con lógicas inmaduras, dependencias emocionales, narcisismos, egocentrismos enquistados y una cultura que rehúye el conflicto, la responsabilidad compartida y el pensamiento adulto.

Son organizaciones que, como las sociedades de las que forman parte, no han desarrollado la musculatura emocional ni ética necesaria para sostener procesos complejos, contener tensiones, asumir contradicciones o gestionar la frustración inherente al trabajo colectivo. Reaccionan como un niño asustado ante el cambio: con parálisis, con quejas, con negación o con la búsqueda de culpables.

Y esta inmadurez se refleja con especial claridad en sus sistemas de dirección y mando. Estructuras jerárquicas construidas sobre la base de la obediencia, la visibilidad del cargo y la necesidad de validación constante. Liderazgos más atentos a proteger su imagen que a acompañar procesos reales. Equipos directivos que confunden gobernar con imponer, decidir con controlar y motivar con seducir.

Incluso en el ámbito del asesoramiento directivo —que en teoría debería ser un espacio de acompañamiento maduro— podemos encontrar infantilismo disfrazado de expertise. Profesionales más centrados en su propio protagonismo que en la realidad que tienen delante; necesitados de ser escuchados, más por obtener atención que por ofrecer un recurso útil. Más interesados en mostrar todo lo que saben que en leer con humildad y atención las necesidades y posibilidades derivadas de la inmadurez del entorno en el que intervienen. Así, a organizaciones aún en fase temprana de desarrollo se les ofrecen discursos sofisticados, sin haber hecho antes el trabajo previo de maduración que les permitiría, como mínimo, comprenderlos y apropiarse de ellos.

MADURAR NO SUELE SER UN PLACER

Porque no se trata de importar marcos de referencia brillantes, sino de ayudar a crecer. Y crecer duele, desgasta, exige renuncias. Pero también es lo que permite dejar atrás la dependencia, el miedo, la reacción impulsiva y entrar en un espacio de responsabilidad compartida, de escucha adulta, de acción ética. Como propone el filósofo Gregorio Luri, tal vez habría que ampliar los derechos de la infancia para incluir el derecho a la frustración, a conocer el significado de los adverbios de negación y a saber que al mundo le importa muy poco nuestra autoestima; lo que valora es si cumplimos nuestros compromisos y hacemos bien nuestro trabajo. Lo mismo cabe decir de las organizaciones: sin límites, sin renuncias, sin contacto con la realidad, no hay madurez posible. Solo un yo colectivo encerrado en la comodidad de sus deseos.

Acompañar a una organización infantil hacia su madurez no consiste en imponer modelos, ni en revestirla de palabras adultas que aún no puede sostener, sino en crear las condiciones para que pueda hacerse cargo de sí misma. Eso implica revisar profundamente sus vínculos, su modo de ejercer el poder, su manera de afrontar el conflicto, su relación con la norma, su capacidad de asumir límites y de sostener la diferencia sin necesidad de negarla, eliminarla o uniformarla.

Requiere también que quienes lideran abandonen el cómodo disfraz del “adulto responsable” que dice lo que se debe hacer desde arriba y abracen el difícil rol del “adulto disponible”, que escucha, contiene, confronta con respeto y ayuda a crecer sin invadir el lugar del otro. La dirección madura no infantiliza; no genera dependencia, sino autonomía. No convierte a la organización en una prolongación de su ego, sino en un espacio compartido que tiene sentido más allá de quien lo dirige.

Todo esto explica también la dificultad creciente para introducir modelos de madurez en nuestras instituciones, equipos y estructuras de poder. No se trata únicamente de resistencia al cambio o de inercia burocrática. Se trata, muchas veces, de una profunda infantilización del liderazgo político y organizativo. En demasiadas ocasiones, quienes ostentan responsabilidades públicas no actúan desde el autocontrol ni desde la visión a largo plazo, sino desde la impulsividad, el narcisismo herido y la necesidad constante de aprobación.

Se ha vuelto penosamente familiar ver a gobernantes, directivos o responsables institucionales que, ante la menor crítica o frustración, hacen pucheros, descalifican al interlocutor, abandonan la conversación o se refugian en el victimismo. Como si la función de gobernar no implicara frustrarse, perder, revisar, errar o corregir. Como si dirigir fuera una extensión de su autoestima narcisista y no un acto de servicio consciente y sostenido.

Esta cultura de la inmediatez emocional, más preocupada por parecer que por ser, más centrada en la emoción del instante que en la construcción del futuro, no solo refleja una profunda inmadurez personal, sino que reproduce fractalmente estructuras incapaces de crecer.

Construir organizaciones requiere cultivar emociones adultas: la empatía, la esperanza, la compasión, la superación, el coraje. Requiere asumir la incertidumbre sin convertirla en amenaza, convivir con la frustración sin culpar al otro y tomar decisiones no desde el pánico ni la seducción, sino desde la responsabilidad.

Superar la monarquía del miedo, como señala Nussbaum, es pasar del yo vulnerable que exige protección, al nosotros consciente que asume el reto de convivir. Ese es también el tránsito pendiente de muchas organizaciones: salir de la infancia del poder para entrar en la adultez del compromiso.

 

 

 

sábado, 29 de marzo de 2025

El recurso socorrido del bottom up



Llevamos años invocando al bottom up para cumplir con el capítulo de innovación, colaboración o creación de conocimiento en las organizaciones. Enarbolando la bandera de que el conocimiento está en la base, de que el talento y las ideas residen en las personas, muchas organizaciones públicas han desarrollado programas destinados a abrir escenarios donde sean las propias personas quienes impulsen comunidades de práctica o grupos de innovación.

Se apela a la automotivación y a la voluntad de servicio como motores genuinos de la colaboración y la renovación organizativa, trasladando —de forma más o menos velada— el mensaje de que son necesarios movimientos “subversivos” que rompan el orden formal para generar verdadero cambio. Como si lo deseable fuera que la creatividad desbordara los límites del organigrama sin necesidad de cuestionar ni modificar las estructuras que lo sostienen.

Sin embargo, este discurso, que en apariencia empodera, muchas veces descarga sobre las personas una responsabilidad que no les corresponde en solitario. Se espera que, desde su compromiso individual y sin alterar el ecosistema organizativo, broten la innovación, la mejora continua y la creación de conocimiento compartido. Pero rara vez se acompaña este impulso con transformaciones reales en los marcos institucionales, los sistemas de evaluación, la gestión del tiempo o el reconocimiento profesional.

Esta lógica conecta, de algún modo, con lo que Byung-Chul Han describe en La sociedad del cansancio, cuando afirma que el sujeto contemporáneo ha dejado de estar sometido a un poder disciplinario externo para convertirse en explotador de sí mismo. “La sociedad de rendimiento explota la libertad. En lugar de ser forzado desde fuera, el sujeto se obliga a sí mismo”. Así, lo que parece un gesto de empoderamiento, en realidad se convierte en una forma sofisticada de delegación y de autoexigencia que agota, frustra y acaba erosionando el sentido mismo de la participación.

En este recurrir insistente al bottom up, se obvia que, en las organizaciones verticales, la estructura directiva y de mandos intermedios es la que vehicula los valores reales de la organización, a partir de lo que se puede o no se puede hacer, de lo que se reconoce, de lo que se prohíbe, y de lo que se permite y se potencia. Al insistir en que las posibilidades residen únicamente en las personas, se carga sobre sus espaldas toda la responsabilidad y se evita abordar una cuestión central: ¿sobre quién recae realmente la responsabilidad de estimular y gestionar el talento y el conocimiento de las personas como uno de los activos más importantes de la organización?

Al final, es fácil que la percepción dominante sea que participar en una comunidad de práctica o asistir a la reunión del grupo de innovación es una actividad que compite con las obligaciones del día a día, que “te quita tiempo” de tu trabajo “de verdad”, o que solo puedes permitirte si estás dispuesto a sacrificar parte de tu tiempo libre. Así, el bottom up, lejos de convertirse en motor de cambio, acaba reducido a un gesto voluntarista y frágil, sostenido por la buena voluntad de unas pocas personas.

Cuando el bottom up se convierte en una estrategia de apelación simbólica más que en una convicción real, se corre el riesgo de generar frustración, desgaste y cinismo. Lo que nace con ilusión y energía acaba siendo percibido como un decorado más del teatro organizativo.

No basta con invocar el poder de las bases. Hay que crear condiciones reales para que esa potencia se exprese, se sostenga en el tiempo y tenga consecuencias. La colaboración auténtica no brota de actos heroicos individuales ni de conmovedores logros en equipo fruto de la entrega de sus miembros. Requiere algo más.

Es imprescindible acompañar este mensaje con soporte organizativo y trabajo directo sobre las estructuras de decisión, desde las más estratégicas hasta las más operativas. Hay que trabajar directamente con las direcciones y los niveles de mando, hasta que el potenciar y apoyar estas iniciativas sea una convicción, una función incorporada al valor que han de aportar a sus equipos.

Es tan importante impulsar y dar apoyo a una comunidad de práctica como contribuir a abrir escenarios formales que cuenten con recursos y reconocimiento por parte de la organización. Tan importante es la convicción de las personas sobre el valor de su conocimiento como una cultura corporativa que también esté convencida de ello. No basta con aprobarlo o permitirlo: hay que impulsarlo e invertir en ello. Porque eso es, precisamente, lo que se hace cuando algo se considera verdaderamente importante.

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Foto de Eugene Golovesov en Unsplash