domingo, 17 de noviembre de 2024

Cómo contribuir al cambio

He escogido esta imagen de un cubito de hielo desplazando con su volumen el agua de un vaso, para ilustrar la potencia de cambio de cualquier objeto que ocupa un espacio. Se trata de lo mismo que sucede en cualquiera de los entornos que normalmente ocupas, tu presencia tiene capacidad de cambio.

A menudo me encuentro con personas que se preguntan cómo podrían contribuir ellas solas a cambiar algo de sus lugares de trabajo. Lo hacen porque creen que su posición no posee suficiente influencia o porque la magnitud de las situaciones que identifican como necesitadas de cambio son demasiado grandes. En el momento actual, donde hay una cultura extractiva global que amenaza el equilibrio social y climático, esta sensación puede que sea conocida por todas aquellas personas que no negamos la magnitud del problema.

Esta manera impotente de percibirse ignora una verdad esencial: todas y todos somos elementos activos en los sistemas de los que formamos parte. Lo que decimos, lo que hacemos e incluso lo que dejamos de hacer, repercute en quienes nos rodean como cubitos de hielo en el agua.

Imagina por un momento que decides cambiar tu manera de comunicarte: evitar hacer juicios sobre alguien de tu entorno, formular una pregunta que nunca te habías atrevido a plantear en una reunión o sugerir una nueva forma de abordar una tarea, por pequeña que parezca. Cada una de estas acciones actúa como un hilo que tira de la compleja red de relaciones y dinámicas que conforman tu entorno. Su impacto inicial puede ser sutil, casi imperceptible, como un leve movimiento en la superficie de tu vaso de agua.

Sin embargo, esas pequeñas variaciones tienen el poder de desencadenar ajustes inesperados. A veces, estos cambios se limitan a alterar mínimamente las dinámicas inmediatas, generando una ligera tensión que pasa desapercibida. Otras veces, el efecto se amplifica, desencadenando una transformación más profunda y duradera, como el hielo que, al derretirse, enfría la temperatura de todo el vaso de agua.

La cuestión no es si tienes capacidad de influir en tu entorno, sino qué tipo de impacto quieres generar. Porque contribuir al cambio no requiere de grandes gestos, ni de liderar una revolución, sino de una consciencia sostenida sobre cómo tus acciones —y tu manera de ocupar espacio— interactúan con quienes te rodean. 

El filósofo mexicano Luciano Concheiro y el coreano Byung-Chul Han nos invitan a reflexionar sobre las formas de transformación posibles en un mundo marcado por la fragmentación de los colectivos humanos y la ausencia de un enemigo claro contra quien rebelarse. En este contexto, destacan una alternativa más accesible y refrescante: la revuelta.

La revuelta no aspira a una transformación total ni espera a que surjan condiciones ideales o líderes carismáticos. Es un acto espontáneo, localizado, nacido de la ética personal y de la voluntad de afirmar nuestra libertad. Se trata de actuar desde nuestros principios, sin delegar en otros la responsabilidad de crear el cambio. Es una postura personal, que desafía al orden establecido desde lo inmediato y lo posible.

Gandhi daba en la diana con la esencia de la revuelta con su frase: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”. No se trata de transformar todo de golpe, sino de alinear nuestras acciones cotidianas con los valores que deseamos ver reflejados en el entorno. Desde un gesto aparentemente pequeño, como rechazar una injusticia, responder siempre a un mail o proponer una alternativa, podemos desencadenar ondas de cambio que, al final, repercuten más allá de lo que imaginamos o percibimos directamente. 

Es aquí donde entra en juego la capacidad de confiar en lo que no vemos, en el impacto invisible de nuestras acciones. No siempre somos testigos de las conexiones que se activan o de las transformaciones que ocurren en otros como resultado de nuestras acciones. Pero esto no hace menos real su efecto. Confiar en lo que no se ve significa abrazar la posibilidad de que nuestras acciones resuenen en formas que escapan a nuestra percepción o comprensión inmediata, pero que, con el tiempo, contribuyen a dar forma al entorno que deseamos.

Volviendo al principio de Arquímedes con el que empezaba este artículo ¿Te has preguntado alguna vez cuál es el "volumen" que estás desplazando con tu presencia cotidiana en tu entorno? ¿Qué impacto generan tus palabras, tus decisiones y hasta tus silencios en las dinámicas que te rodean? ¿Cuán distinto podría ser si eligieras intervenir de manera más intencionada, con una propósito claro y personal que guiara tus actuaciones? 

Puede que, pensar en ello, sea el primer paso para empezar a transformar tu espacio inmediato, si es que realmente quieres hacerlo.



miércoles, 13 de noviembre de 2024

No sirve cualquiera


La clave para que una organización funcione está en la fortaleza de su estructura directiva. Cualquier ámbito —ya sea innovación, producción o aspectos como la resiliencia y la capacidad de adaptación al cambio— depende en gran medida de la capacidad directiva de sus líderes. 

Está claro que el equivalente de un tumor en una organización estaría localizado en aquel punto donde existe una dirección incapaz de aportar valor. Una dirección mediocre o ausente suele actuar como un “núcleo tóxico” que propaga efectos negativos en cascada a lo largo de toda la estructura. Estos puntos negros no solo bloquean el crecimiento y el desarrollo de los equipos, sino que también generan una carga emocional y operativa extra. Los miembros del equipo pueden sentirse atrapados en dinámicas torpes, aburridas o poco productivas, lo que a menudo se traduce en altos niveles de estrés, desmotivación y agotamiento. 

Un directivo o mando incompetente, genera mucho trabajo extra porque su equipo termina enfrentando dos retos: el de cumplir con las exigencias de una gestión ineficaz y el de buscar sentido en su propio trabajo, intentando llenar los vacíos dejados por la falta de liderazgo. Esta situación es la que provoca un desgaste adicional, ya que se vive una desconexión entre el esfuerzo diario y el impacto o propósito real del trabajo. 

LA SELECCIÓN PARADÓGICA

La elección de líderes en puestos de dirección debería ser uno de los procesos más rigurosos en cualquier organización, ya que de ella depende, en gran medida, el éxito y la cohesión del equipo. Sin embargo, la realidad muestra que, paradójicamente, este proceso suele tratarse con una ligereza que contrasta con su relevancia. Con frecuencia, las prácticas de selección privilegian criterios superficiales —como la antigüedad, la productividad individual o una formación técnica específica—, sin valorar aspectos críticos como la capacidad de inspirar, gestionar conflictos o promover una cultura colaborativa. Esta falta de atención a las competencias clave para el liderazgo no solo limita el potencial de crecimiento del equipo, sino que compromete el desarrollo de la organización en su conjunto, perpetuando una estructura de mando más orientada al control que a la cooperación y el avance colectivo.

Cuando los criterios para la selección de directivos se reducen a cumplir con formalidades o logros puntuales, se corre el riesgo de colocar en posiciones de influencia a personas que, aunque competentes en tareas específicas, carecen de las habilidades para liderar y motivar a otros. Esta falta de rigor en la elección de líderes tiene efectos profundos: frena la innovación, genera ambientes de trabajo rígidos y, en definitiva, dificulta que la organización pueda adaptarse y responder de manera ágil a los desafíos del entorno. 

Además, parece haber una tendencia automatizada a perpetuar patrones de selección y promoción que se apoyan en sesgos organizacionales y en una mentalidad centrada en la jerarquía, en lugar de en el liderazgo y la cooperación. Así, aunque se reconoce que una dirección bien capacitada reduciría significativamente los problemas organizativos, a menudo se replica un sistema que, por diseño o inercia, prioriza principios alejados del liderazgo eficaz y de la creación de un entorno de trabajo saludable.

LA FORMULA MÁGICA DE LA FORMACIÓN

La formación suele ser la fórmula mágica a la que se acude para resolver la brecha competencial directiva que presentan muchas personas con esta responsabilidad. Esta solución puede ser realmente efectiva cuando va acompañada de una exigencia organizativa de aplicar los conocimientos adquiridos en la práctica diaria. Es decir, que vaya seguida de un sistema de seguimiento que garantice que las personas con responsabilidades de liderazgo sean evaluadas periódicamente en sus competencias directivas y en su impacto real en la organización. Sin embargo, esta integración es poco común. Los programas de formación directiva suelen ser permitidos y aprobados por la Dirección, pero rara vez cuentan con el respaldo sólido que necesitan los departamentos de Formación o Recursos Humanos, que son quienes generalmente impulsan y apuestan, hasta donde pueden, por estas iniciativas. 

Más bien, la formación suele ofrecerse como un recurso opcional, un instrumento al que los directivos pueden acceder en función de sus preferencias personales y siempre que les resulte cómodo y “tengan tiempo”, sin que ello vaya ligado a la exigencia de una verdadera obligación o integración en la cultura de la organización. Esta falta de compromiso organizacional limita el impacto de la formación y convierte lo que debería ser un potente mecanismo de cambio de cultura en una herramienta menor e infrautilizada.

LA VOLUNTAD (Y CAPACIDAD) DE APRENDER

Además, la formación en sí misma no garantiza el éxito del aprendizaje. Formar a alguien no es lo mismo que asegurar que esa persona aprenda. Para que la formación sea realmente efectiva, quienes la imparten deben considerar cuidadosamente todos los aspectos didácticos y pedagógicos que faciliten la asimilación y aplicación de los conocimientos por parte de los participantes. 

Pero con esto no es suficiente, es necesario que la persona que participa de esta formación tenga un propósito real de aprendizaje. Este compromiso con el cambio implica estar dispuesta o dispuesto a cuestionar hábitos arraigados y abrirse a nuevas perspectivas, manteniendo una actitud esperanzada y de mejora continua incluso cuando el proceso de aprendizaje es desafiante o incómodo. Es decir, la persona ha de querer aprender, sin esta predisposición al aprendizaje, cualquier esfuerzo de formación quedará vacío, sin resonancia ni efecto en la persona, en el equipo o en la organización.

Algunas personas consideran que el liderazgo está determinado por la personalidad e incluso creen que tiene una base genética, como un rasgo inherente, similar al color de los ojos o al timbre de la voz. En contraposición, están quienes sostienen que el liderazgo no es algo innato, sino que puede aprenderse y desarrollarse.

Personalmente, no me alineo con ninguno de estos extremos, aunque me inclino hacia la idea de que el liderazgo puede cultivarse, siempre y cuando la persona reúna ciertos elementos esenciales: existencia de mecanismos de autoconocimiento, una capacidad crítica hacia sí misma que no influya en su seguridad ni en su autoestima, flexibilidad cognitiva para valorar seriamente otros puntos de vista, una voluntad auténtica de mejorar y la habilidad de “cocinar el cambio”. Esto último implica dedicar a cada nuevo aprendizaje y experiencia el tiempo necesario para integrarlos de manera natural en el estilo de trabajo de la persona y en la dinámica del equipo. No es solo una cuestión de tiempo, sino de armonizar ingredientes con cuidado y paciencia, sin prisas, con táctica y pensando a medio y largo plazo.

Si te fijas bien, estas cualidades no solo permiten aprender a desenvolverse en un rol de dirección, sino que son las que, en última instancia, se hallan en la base del liderazgo.

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Imagen de JACKSON FK en Pixabay

miércoles, 6 de noviembre de 2024

Dirigir personas: el arte de la interacción con cada una de ellas


En el momento actual, liderar personas debiera dejar de ser un ejercicio de control basado en reglas estáticas o simplificaciones teóricas. El conocimiento que tenemos sobre el funcionamiento del cerebro y la naturaleza humana, la creciente complejidad de las organizaciones y la diversidad de perfiles en los equipos demandan un liderazgo capaz de gestionar las particularidades de cada individuo. 

Aunque teorías tradicionales, como el liderazgo situacional o los modelos contextuales [liderazgo transformacional, de crisis o adaptativo] orienten sobre el tipo de liderazgo adecuado a cada nivel de madurez o a cada momento de la organización y que herramientas como el MBTI o Insights Discovery ayuden a clasificar perfiles de personalidad dando pautas de como interactuar con ellos, el verdadero desafío radica en liderar sin seguir formulas ni reducir a las personas a etiquetas diagnósticas para las que ya existen tratamientos predeterminados.

Liderar personas va mucho más allá de esquemas y estándares: exige escuchar a cada persona con su propia voz, comprender la esencia de sus actuaciones y responder a sus necesidades únicas. Un liderazgo auténtico requiere una comprensión profunda de las variables personales que determinan los comportamientos y esto exige que la persona que ocupa el rol de líder esté disponible para poner en juego una serie de capacidades.

LA CLAVE: COMPRENDER POR QUÉ LAS PERSONAS SE COMPORTANT TAL Y CÓMO LO HACEN

La manera con la que, cada persona, toma decisiones, se comporta y se relaciona no es caprichosa ni fortuita, sino que está sujeta a multitud de variables, de las cuales podemos atisbar e intuir solo unas pocas. Conocer estas variables es esencial para un liderazgo respetuoso y responsable. Veamos algunas:

Creencias y valores personales: Las creencias y valores personales actúan como filtros a través de los cuales cada individuo interpreta el mundo, influyendo profundamente en sus decisiones y comportamientos. Estas creencias, que se forman a lo largo de la vida mediante experiencias, educación y cultura, determinan cómo percibimos la realidad y reaccionamos ante ella. No es lo mismo lo que mueve y la desconfianza de quien interpreta las relaciones con el entorno desde una perspectiva extractiva, de la esperanza de quien lo hace desde un prisma generativo. Tampoco son lo mismo los valores que se desprenden de cada uno de estos puntos de vista. Comprender y respetar las convicciones de los miembros del equipo facilita el contacto, permite anticipar sus reacciones y posibilita gestionar de manera más efectiva las interacciones dentro del grupo.

Experiencias previas (éxitos y fracasos): Las experiencias, tanto positivas como negativas, crean patrones de comportamiento que condicionan cómo cada persona enfrenta situaciones futuras. Los éxitos refuerzan la confianza y la proactividad, mientras que los fracasos pueden fomentar el miedo, la cautela o la inseguridad. Las personas convierten en leyes universales la interpretación que hacen de su experiencia. Es importante tener en cuenta, cómo estos "moldes de comportamiento" impactan en la autoconfianza y la predisposición de una persona ante lo que se le propone o los desafíos a los que se enfrenta.

Expectativas, anhelos y objetivos: Todas las personas tienen aspiraciones que orientan sus esfuerzos y determinan sus prioridades. Las expectativas y anhelos actúan como brújulas internas, dando sentido y propósito a sus acciones. El grado de alineación entre estos objetivos personales y los del entorno explica la implicación y satisfacción que manifiesta la persona. 

Estilo y capacidad comunicativa: La forma en que cada persona se comunica impacta profundamente en las respuestas que recibe y, en consecuencia, en su manera de interactuar con el entorno. Un estilo comunicativo defensivo, seductor u ofensivo, por ejemplo, generan reacciones distintas en los demás, afectando la dinámica de las relaciones y las percepciones mutuas. Este fenómeno condiciona cómo cada persona se siente entendida, valorada o aceptada y moldea su comportamiento en función de las respuestas que ella misma provoca.

Situación personal: Las circunstancias personales, como las responsabilidades familiares, el estado de salud o los compromisos externos, influyen en el rendimiento y la disposición emocional de cada individuo. Estos factores condicionan cómo cada persona se presenta y actúa en el entorno laboral, afectando a su nivel de energía, sus prioridades, presencia y concentración. 

Motivación (intrínseca vs. extrínseca): Algunas personas se motivan más por incentivos externos, como el reconocimiento o las recompensas, mientras que otras prefieren la satisfacción personal de un trabajo bien hecho. Esta diferencia influye en cómo cada persona aborda sus responsabilidades y en la energía que invierte en ellas, determinando no solo su nivel de implicación, sino también su percepción del éxito y el esfuerzo en el entorno laboral.

Tolerancia al estrés y resiliencia: La tolerancia al estrés y la resiliencia son factores que explican cómo una persona enfrenta situaciones de crisis o incertidumbre. Las personas con alta tolerancia al estrés suelen mantener la calma y tomar decisiones con mayor claridad en momentos de presión, mientras que aquellas con menor tolerancia pueden experimentar más ansiedad o bloqueo. La resiliencia, por su parte, permite a las personas reponerse y adaptarse tras experiencias adversas, influyendo directamente en su capacidad de aprender de los contratiempos. Estas variables no solo afectan la respuesta inmediata ante situaciones complejas, sino que también moldean actitudes, comportamientos y expectativas frente a los desafíos diarios, haciendo que cada profesional afronte el entorno laboral de manera personal y única.

Nivel de autonomía e iniciativa: La capacidad de actuar de forma autónoma y tener iniciativa varía entre individuos y es un factor clave para comprender cómo cada persona se desenvuelve y contribuye a su entorno. Algunas personas se sienten cómodas cuando tienen la libertad de decidir y actuar por cuenta propia. Otras, en cambio, encuentran más seguridad con directrices claras y supervisión. Este nivel de autonomía, junto con la disposición a asumir la iniciativa, influye en la manera en que cada individuo asume sus funciones y se integra al equipo.

QUÉ CAPACIDADES DEBEN PONERSE EN JUEGO DESDE EL LIDERAZGO

Para gestionar eficazmente estas variables, el o la líder necesita cultivar ciertas capacidades que le permitan comprender y adaptarse a las particularidades de cada persona. Entre estas cualidades esenciales se destacan:

Autoconocimiento: Comprender nuestras fortalezas, limitaciones, la forma en que tomamos decisiones y los sesgos que influyen en ellas nos permite actuar de manera más objetiva y respetuosa, evitando proyectar nuestras percepciones en los demás. Aunque a simple vista el autoconocimiento parece sencillo, en realidad supone superar importantes barreras. Por un lado, existen barreras sociales en una cultura que subestima y no prioriza aquello que no se traduce en un beneficio tangible. Por otro, la inercia judeocristiana tiende a enfocar el autoanálisis en términos dualistas de "bueno" o "malo", lo que dificulta una comprensión libre de juicios sobre uno mismo.

Empatía y sensibilidad emocional: Empatizar implica la disposición a dejar de mirar al otro desde la propia perspectiva, liberarse del ego y abrirse a la vivencia que percibimos en la otra persona. Esta capacidad de conectar con los sentimientos y preocupaciones ajenas es fundamental para un liderazgo que adapta sus acciones a las necesidades reales de cada individuo, fomentando así una relación respetuosa.

Observación y escucha activa: La observación cuidadosa y la escucha activa permiten una comprensión profunda de la individualidad de cada persona. Al observar sin juzgar y escuchar con atención, se pueden captar matices únicos de las experiencias, motivaciones y comportamientos de los demás, lo que facilita una interacción más auténtica y acorde con la personalidad de cada individuo.

Flexibilidad cognitiva: La habilidad de adaptar la perspectiva y abrirse a nuevas maneras de pensar permite reconocer y valorar la diversidad de formas de ser y de pensar. Al ser flexible cognitivamente, se crean espacios para aceptar otras maneras de interpretar y enfrentar situaciones.

Observación objetiva: La capacidad de observar sin proyectar nuestras propias creencias, sesgos o experiencias en el otro nos permite conocer y entender de manera genuina las particularidades de su personalidad. Esta observación limpia y neutral hace posibles interacciones en las que cada persona se sienta cómoda y reconocida en su propia manera de ser y de hacer.

Aceptación y valoración de la diversidad: Aceptar y valorar la diversidad implica un reconocimiento profundo de que cada persona tiene su propio camino y estilo. Esta aceptación va más allá de la tolerancia y se convierte en una apreciación auténtica de lo que cada personalidad aporta, fomentando un entorno de respeto e intercambio de recursos y riqueza interpersonal.

Autocontrol: Mantener el control sobre nuestras propias reacciones y emociones es fundamental para interactuar de manera respetuosa y auténtica con los demás. El autocontrol permite gestionar impulsos y estados anímicos, evitando que influyan negativamente en las relaciones o distorsionen la percepción de las situaciones. Esta capacidad ayuda respetar el espacio personal y la expresión natural de cada individuo, promoviendo interacciones libres y equilibradas. 

Capacidad de adaptación: La habilidad de adaptarse va más allá de ajustar nuestras acciones a diferentes situaciones; implica una flexibilidad profunda para acoger y responder a la singularidad de cada persona. Adaptarse, en este sentido, significa reconocer y respetar las distintas formas de ser y de actuar, creando un entorno donde cada individuo pueda expresarse y contribuir como cree que debe hacerlo. 

Claridad y coherencia en la comunicación: Expresarse con claridad y coherencia implica transmitir mensajes de manera que sean comprensibles y fieles a la intención original, evitando malentendidos. La coherencia refuerza que lo que se comunica esté alineado con lo que se practica y con los valores propios, generando confianza y credibilidad. Esta capacidad permite que las personas se sientan escuchadas y respetadas, creando un ambiente donde cada individuo puede interpretar y responder a los mensajes con seguridad.

Neutralidad en las expectativas: Mantener la neutralidad en las expectativas implica liberarse de prejuicios y valoraciones previas creando un espacio sin presión, donde cada individuo puede expresarse libremente, facilitando una comprensión auténtica de su personalidad y la contribución única que aporta. Al no anticipar comportamientos ni resultados, se valora cada acción y logro en su justa medida, promoviendo un entorno de respeto y aceptación. 

Para concluir y a modo de resumen, es momento de abandonar la tendencia a crear categorías y fórmulas preestablecidas para liderar personas. Dirigir implica reconocer la riqueza y complejidad que cada individuo aporta al equipo y adaptar el liderazgo a esa diversidad. Las taxonomías son útiles en tanto ayudan a comprender la realidad, pero no representan la realidad en sí misma; son una simplificación que elimina la incertidumbre, ese elemento esencial que, aunque incómodo, es inherente a toda experiencia humana. Un liderazgo efectivo no se basa en esquemas rígidos, sino en un proceso de ajuste continuo que exige un profundo respeto por la singularidad de cada miembro del equipo. Es necesario insistir en ello en la formación de nuestros líderes.

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Para ilustrar este artículo he escogido la imagen de la directora de orquesta Inma Shara. Me fascina especialmente esta fotografía por la expresividad del gesto y el foco de la mirada. La imagen de esta directora resulta idónea para ilustrar este artículo, ya que simboliza a la perfección el equilibrio entre la dirección global del conjunto y la atención a cada músico individual, representado por los diferentes instrumentos.

En esta escena, Inma Shara sostiene con su batuta el tono general, manteniendo la cohesión de toda la orquesta, mientras que, con la mano izquierda, indica a una de las secciones un matiz específico o una entrada precisa. Es un ejemplo visual del arte de liderar, en el que se conjugan la visión estratégica del todo y el cuidado particular hacia cada uno de los integrantes, esenciales ambos para lograr una interpretación armónica y profunda.

viernes, 25 de octubre de 2024

Qué define a una Comunidad de Práctica



Puede resultar extraño un artículo que se plantea definir las Comunidades de Práctica [CoPs] después de décadas de estar entre las metodologías comunes de creación de conocimiento. Sin embargo, es necesario realizar esta aclaración debido a la vasta oferta y creciente popularidad de los mecanismos de inteligencia colectiva y metodologías de trabajo colaborativo. Con la expansión de estos enfoques, las CoPs corren el riesgo de perder su esencia y confundir su forma y contenido si no se define claramente qué son y qué no son. 

Es crucial recuperar su distinción, no solo para mantener su relevancia, sino para generar expectativas claras y realistas sobre los derechos y obligaciones que implica formar parte de una CoP. Esta reflexión, tal como la planteaba Simone Weil, nos invita a mirar más allá de la mera pertenencia y a entender que, el compromiso con una CoP exige un equilibrio entre el derecho a recibir y la obligación de contribuir.

Weil, en su obra "L'Enracinement" (El enraizamiento o Echar raíces), publicada póstumamente en 1949, advertía de la preponderancia que estaba adquiriendo en la sociedad, los derechos de las personas frente a las obligaciones de estas para con los otros. Ella subrayó que los derechos solo adquieren verdadero sentido cuando se basan en las obligaciones fundamentales que los seres humanos tienen entre sí y con la sociedad. Para ella, las obligaciones preceden a los derechos y son universales. Este enfoque resuena profundamente en el contexto de las CoPs, ya que no solo aclara el rol de cada miembro dentro de la comunidad, sino que también asegura su efectividad, al basarse en principios de voluntariedad, compromiso y reciprocidad. En las CoPs, el derecho a aprender y compartir debe equilibrarse con la obligación de contribuir activamente al crecimiento colectivo.

De la certeza a la incertidumbre

La gestión del conocimiento ha sido tradicionalmente concebida como la transmisión de certezas. Se asume que existen saberes consolidados que deben comunicarse de forma clara y eficiente para asegurar la continuidad y el éxito de las prácticas laborales. Este enfoque ha sido crucial para que las buenas prácticas, los procedimientos estandarizados y las lecciones aprendidas se mantengan en las organizaciones, proporcionando a los profesionales un marco de seguridad y conocimiento previo. Actualmente la transferencia de conocimiento entre generaciones se basa completamente en este paradigma.

Sin embargo, esta transmisión de certezas, aunque necesaria, no es suficiente para enfrentar los desafíos complejos y cambiantes que surgen en el ámbito profesional. Aquí es donde las Comunidades de Práctica ofrecen un enfoque más amplio y dinámico. Aunque parten de conocimientos establecidos, no se limitan a transmitir certezas; estimulan a sus miembros a explorar terrenos inciertos. El proceso de creación de conocimiento en una CoP sigue un trayecto que parte de lo conocido hacia lo desconocido. Las personas, comparten sus certezas  con el propósito de responder a dudas y desafíos comunes para los cuáles no tienen respuesta. Es en esta frontera entre lo conocido y lo incierto donde la comunidad adquiere su mayor relevancia.

Un elemento clave que estructura la actividad de una CoP es lo que denomino “eje de actividad”, el cual se refiere a la producción de algo concreto que responda a una necesidad compartida o un problema común. Este eje no solo guía el intercambio de conocimientos, sino que también da un propósito claro a la colaboración, asegurando que el trabajo conjunto conduzca a un resultado tangible y útil. Al girar en torno a este eje, las CoPs mantienen el enfoque en la acción y en la creación de soluciones aplicables a los desafíos reales que enfrentan los miembros.

Las personas, al colaborar en la exploración de estas incertidumbres, no solo intercambian conocimientos ya establecidos, sino que también generan nuevo saber. La exploración conjunta es el núcleo del proceso. Lo que comienza como una transferencia de conocimiento evoluciona hacia un proceso creativo en el que el grupo genera respuestas a problemas que, de otra forma, habrían quedado sin resolver. Este proceso de creación colectiva permite a los miembros evolucionar en sus prácticas y avanzar en su desarrollo profesional.

Un espacio humano, no una herramienta organizativa

Es crucial comprender que una Comunidad de Práctica no es una herramienta organizativa diseñada desde las jerarquías tradicionales. No es un mecanismo controlado por una estructura formal, sino un entorno que nace y se mantiene gracias al compromiso y la participación activa de sus miembros. En su esencia, una CoP es un espacio de personas para personas, donde profesionales, movidos por intereses comunes, se agrupan voluntariamente para compartir y co-crear conocimiento.

El concepto de comunidad es clave aquí. Mientras una organización establece estructuras, reglas y procesos, una comunidad parte de la conexión humana, del deseo compartido de aprender, mejorar y enfrentar desafíos comunes. Las CoPs se construyen sobre relaciones de confianza y un fuerte sentido de pertenencia, donde la riqueza del intercambio proviene de la diversidad y la experiencia única que aporta cada miembro.

Los pilares de las Comunidades de Práctica

Uno de los pilares fundamentales de una CoP es la voluntariedad. Los miembros no están obligados a participar; lo hacen porque sienten que forman parte de algo que les beneficia tanto personal como profesionalmente. Esta voluntariedad es lo que da vida a la comunidad, asegurando un compromiso genuino. La participación nace del interés propio por mejorar y contribuir, convirtiendo a la CoP en un entorno dinámico y proactivo, libre de las imposiciones jerárquicas.

La autogestión es otra característica esencial. Las CoPs no dependen de estructuras jerárquicas formales para funcionar. No hay una cadena de mando que dicte el rumbo de las actividades o las decisiones. En su lugar, cada miembro asume la responsabilidad de contribuir y participar activamente. Aunque pueden existir roles dentro de la comunidad (como facilitadores o coordinadores), estos no implican poder jerárquico, sino una responsabilidad compartida. La autogestión permite que las CoPs sean flexibles y se adapten a las necesidades emergentes de los miembros, sin las restricciones de estructuras más rígidas.

En una CoP, todos los miembros son propietarios. Esto significa que cada persona tiene voz y voto en el funcionamiento y dirección de la comunidad. Esta propiedad compartida refuerza la idea de que la CoP es un espacio de colaboración horizontal, donde las contribuciones de cada individuo son igualmente valiosas. La ausencia de jerarquías fomenta un ambiente de igualdad y respeto, donde las ideas fluyen libremente y el conocimiento se genera de manera colectiva.

El hecho de que la comunidad no sea propiedad de la organización, sino de los profesionales que la integran, garantiza que las dinámicas internas estén guiadas por los intereses y necesidades concretas de sus miembros. Esto crea un entorno en el que las personas se sienten seguras para compartir dudas, explorar nuevas ideas y asumir riesgos sin temor a las repercusiones típicas de los entornos jerárquicos.

Innovación, pertenencia y desarrollo: los beneficios de las CoPs

Las CoPs ofrecen una serie de beneficios tanto para sus miembros como para las organizaciones que las acogen:

  1. Innovación: La diversidad de perspectivas y la colaboración continua generan soluciones creativas y nuevas ideas que difícilmente surgirían en entornos más estructurados y jerárquicos.
  2. Desarrollo profesional: Compartir y reflexionar sobre experiencias y conocimientos permite a los miembros mejorar competencias y ampliar su visión profesional.
  3. Sentido de pertenencia: Las CoPs crean un espacio donde los miembros se sienten valorados y reconocidos por sus contribuciones, fortaleciendo la adherencia a su colectivo profesional.
  4. Visibilidad y reconocimiento: A medida que los miembros participan activamente, ganan visibilidad dentro de la comunidad y en sus respectivos ámbitos, lo que puede generar nuevas oportunidades profesionales.
  5. Apoyo mutuo: Las CoPs actúan como un espacio de apoyo donde los miembros pueden compartir sus dudas, recibir retroalimentación y sentirse acompañados en la toma de decisiones.

La CoP como antídoto a la soledad profesional

Uno de los valores más importantes de las CoPs es su capacidad para contrarrestar la soledad profesional. En muchos entornos laborales, los profesionales enfrentan desafíos complejos en soledad, sin una red de apoyo que les permita compartir preocupaciones o buscar soluciones colaborativas. Las CoPs ofrecen un espacio seguro y confiable donde los profesionales pueden conectar con otros que enfrentan problemas similares.

Esta red de apoyo no solo facilita el intercambio de ideas, sino que también reduce la presión y el estrés asociados con la toma de decisiones en aislamiento. Saber que otros profesionales están dispuestos a escuchar y colaborar genera un entorno de confianza que potencia tanto el bienestar individual como el desarrollo colectivo.

En un mundo donde la incertidumbre y la complejidad son la constante, las CoPs ofrecen un espacio seguro para la exploración, la innovación, el aprendizaje y el desarrollo en compañía.

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Este artículo corresponde al marco introductorio con el que colaboré en la ponencia: Trabajar en Comunidades de Práctica o cómo combatir la soledad del archivero, con Mª del Mar Ibáñez Camacho, de la Asociación de Archiveros de Andalucía y coordinadora de la Comunidad de Práctica VALORA. Presentada en el I Congreso Nacional de Archivos, celebrado en Pamplona los días 23, 24 y 25 de octubre de 2024.

La imagen corresponde al momento de nuestra intervención en la que Isabel Medrano también anunciaría el despegue de la Comunidad de Práctica: DESAFÍO TPD [Transparencia y Protección de Datos]

martes, 22 de octubre de 2024

Sencillo, pero no fácil

 

En consultoría, es fundamental aclarar dos conceptos que, aunque parecen evidentes para todos, suelen generar malentendidos incómodos respecto a las expectativas depositadas en un proyecto.

El primero es "sencillo". Una solución o proyecto es sencillo cuando es simple en su diseño, estructura o forma. Decimos que es sencillo porqué está desprovisto de complicaciones o elementos superfluos y se enfoca en ser útil y completo con los mínimos recursos, los cuales suelen estar en el ecosistema y al alcance de quien los necesita. Lo contrario de lo sencillo es lo complicado o complejo. Es muy importante subrayar que sencillo no es sinónimo de "fácil".

Ya que, "fácil", es otro término que también conviene tener claro. Lo “fácil” está relacionado con el esfuerzo, la habilidad o la capacidad necesarios para realizar o entender algo. Una acción o un concepto es “fácil” cuando no supone una gran dificultad para ser llevado a cabo o comprendido. En este caso, lo opuesto a fácil es "difícil".

Esta distinción entre "sencillo" y "fácil" es crucial para evitar confusiones y asegurar una comprensión y consciencia efectivas de la dimensión de un proyecto.

Una consultoría ética se orienta hacia la simplicidad en el diseño de los proyectos, buscando cercanía y empatía con la realidad de sus clientes. Pone el foco en adaptarse a la estructura y características de las organizaciones, construyendo a partir de los recursos disponibles en ese momento. En definitiva, evita la complejidad innecesaria para facilitar el desarrollo de las iniciativas y optimizar al máximo los recursos materiales, de tiempo y económicos.

Que se persiga la sencillez no significa que siempre se consiga, ya que algunos proyectos conllevan inevitablemente cierta complejidad. Sin embargo, el consultor o consultora centrará sus esfuerzos en simplificar al máximo esta complejidad, con el fin de hacer viable el proyecto. Esto explica por qué los buenos proyectos de consultoría se distinguen, básicamente, por la claridad y simplicidad de los objetivos y metodologías que proponen.

Pero, a pesar de su sencillez, los proyectos de consultoría raramente son fáciles. La razón principal es que, en la mayoría de los casos, estos proyectos están vinculados al cambio, y gestionar el cambio requiere de habilidades que no pueden darse por sentadas. Además, exige una serie de capacidades y actitudes que dependen, en gran medida, de la verdadera disposición para aceptar y asumir lo que implica ese cambio, incluso por parte de quienes han de liderarlo.

Liderar un proyecto de cambio significa mucho más que implementar nuevas ideas, mecanismos o procesos; implica involucrar a las personas, comunicar de manera clara y efectiva y aprovechar el talento y conocimiento colectivo. También requiere gestionar resistencias naturales, ya que abandonar las zonas de confort genera incertidumbre y, a menudo, miedo. Además, es fundamental contener la impaciencia y entender que los procesos de transformación necesitan su propio tiempo.

Es precisamente este conjunto de desafíos lo que hace que un proyecto de consultoría, por muy sencillo que parezca en su diseño, pueda resultar difícil en la práctica. La clave está en la disposición a cambiar junto con el cambio, a adaptarse continuamente, y a enfrentar los obstáculos humanos y organizacionales que surgen en el proceso. Por ello, la verdadera dificultad de estos proyectos radica en gestionar eficazmente las complejidades inherentes al factor humano, más que en la naturaleza técnica del proyecto en sí.

Para finalizar, es fundamental comprender que los binomios sencillo-complejo y fácil-difícil no solo deben ser claros para el cliente, sino también para el propio consultor o consultora. Estos conceptos deben orientar su propósito, su lenguaje, su actitud y su forma de comunicarse desde el primer momento.

El o la profesional de la consultoría debe evitar caer en la trampa de utilizar un lenguaje pedante o complicar innecesariamente la exposición de sus ideas. El diseño de sus propuestas no debería ser alambicado ni excesivamente técnico, ya que esto puede generar confusión y distancia entre él y su cliente. La claridad y simplicidad en la presentación de soluciones es clave para generar confianza, sin perder de vista que la sencillez no implica superficialidad, falta de rigor o profundidad.

Del mismo modo, hay que presentar las propuestas con cautela, evitando la tentación de atraer al cliente con la promesa de la “facilidad” del proceso. Afirmar que un proyecto de transformación será fácil puede generar expectativas poco realistas, llevando al cliente a esperar resultados en plazos irrealizables, a subestimar los recursos necesarios o a no estar preparado para enfrentar las dificultades y frustraciones que inevitablemente surgirán a lo largo de su desarrollo. La franqueza respecto a los posibles desafíos y la dificultad del proyecto es clave para que el cliente pueda tomar una decisión informada y comprometida, entendiendo plenamente lo que implica llevar adelante el proceso de cambio.

La auténtica consultoría se valora por hacer las cosas sencillas, posibles y alcanzables, garantizando que el esfuerzo invertido tenga sentido y que el logro sea una meta realista dentro del horizonte del cliente. En definitiva, es crucial establecer desde el principio que lo sencillo no es sinónimo de fácil, pero que es posible si hay voluntad de hacerlo.

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Este artículo también ha sido publicado en el blog de la Red de Consultoría Artesana.

Imagen de Stefan Schweihofer en Pixabay